Un tal Lucas
III
En los departamentos
de ahora ya se sabe, el invitado va al baño
y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault,
pero hay
algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse
de que tiene
oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan
hacia el lugar sagrado que
naturalmente en nuestra sociedad encogida está
apenas a tres metros del
lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto
nivel, y es seguro
que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado
ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para
activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará
uno de esos sordos ruidos que oir se dejan
en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor
de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de
calidad ordinaria cuando se arranca una
hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado
que va al baño es Lucas, su horror sólo puede
compararse a la intensidad del cólico que lo ha
obligado a encerrarse en
el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni
complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente,
es decir que
todo empezará lo mas bien, suave silencioso, pero
ya al final, guardando
la misma relación de la pólvora con los
perdigones en un cartucho de
caza, una detonación más bien horrenda
hará temblar los cepillos de
dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico
de la ducha.
Nada puede
hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los
métodos, tales como inclinarse hasta tocar el
suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies
rozan la pared de enfrente, ponerse
de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las
nalgas y separarlas
lo más posible para aumentar el diámetro
del conducto proceloso. Vana
es la multiplicación de silenciadores tales como
echarse sobre los muslos
todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño
de los dueños de
casa; prácticamente siempre, al término
de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final
prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca
a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro
que de un segundo a otro resonará el primer halalí
de la ignominia; lo
asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado
por
cosas así, aunque es evidente que no están
desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas
en las tazas y corrimientos
de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede
nada, Lucas se
siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al
punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que
había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi
cumplimentaba sus urgencias.
Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad
de los niños que se acercan
a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero
caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el
poeta anónimo que compuso aquella
cuarteta donde se proclama que no hay placer más
exquisito / que cagar
bien despacito / ni placer más delicado / que
despues de haber cagado.
Para remontarse a tales alturas ese señor debía
estar excento de todo
peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos
que el baño
de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa
piecita de chapas de
zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado
en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del
Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto
trombetta, y con
esta remisón mental a la más alta cultura
se considera un tanto disculpado
de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está
diciendo el
doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.