Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Argentina, 24
de agosto de 1899 - Ginebra, Suiza,
14 de junio de 1986
El capricho o imaginación o utopía de
la Biblioteca Total
incluye ciertos rasgos, que no es
difícil confundir con virtudes.
Maravilla, en primer lugar, el mucho
tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que
Aristóteles atribuye a Demócrito y
a Leucipo la prefiguran con claridad,
pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer
expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner
de Leipzig fluyen -cargadamente- casi venticuatro
siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples:
está relacionada con el atomismo y con el análisis
combinatorio, con la tipografía y con
el azar. En la obra El certamen con la tortuga
(Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que
que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de
Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico
de
esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los
estoicos o por
Blanqui, por los pitagóricos o
por Nietzsche, regresa eternamente.
El más antiguo
de los textos que la vislumbran está en el prier libro
de la Metafísica de Aristóteles.
Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación
del mundo por la fortuita cojunción
de de los átomos. El escitor observa que lo átomos
que esa conjetura
requiere son homogéneos y que sus diferencias
proceden de la posición,
del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones
añade: "A difiere
de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por
la posición." En
el tratado De la generación y corrupción,
quiere acordar la variedad de
las cosas visibles con la simplicidad de los átomos
y razona que una
tragedia consta de iguales elementos que una comedia
-es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.
Pasan trescientos
años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo
escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de
los dioses.
En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye:"No
me admiro que
haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos
e individuales
son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando
del concurso
fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo
que vemos. El que juzga posible esto, tambien podra creer que si arrojan
a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto,
pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad
podra hacer que
se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica
de Cicerón logra una larga vida. A mediados
del siglo XVII, figura en un discurso académico
de Pascal; Swift, a
principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo
de su indignado
Ensayo trivial sobre las facultades del alma,
que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des
idées reçues, de Flaubert.
Siglo y medio más
tarde, tres hombres justifican a Demócrito y
refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de
tiempo, el vocabulario y
las metáforas de la polémica son distintos.
Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro"
acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número
suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas
de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros
que contiene el British Museum.2
Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa
en la segunda parte
de la extraordinaria novela onírica Sylvie
and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de
palabras que comprende un idioma, lo es asimismo
el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros.
"Muy pronto -dice-
los literatos no se preguntarán, '¿qué
libro escribiré?', sino '¿cuál libro?' "Lasswitz,
animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención
en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica
de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos
de su juego son los universales símbolos ortográficos,
no las palabras de
un idioma. El número de tales elementos -letras,
espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reduciso y puede reducirse
algo más. El
alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua),
a la equis
(que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas.
Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración
o reducirse a dos, como
en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse
la puntuación a la coma
y al punto. Puede no haber acentos, como en latín.
Afuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco
símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto,
la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es
dable expresar: en todas las lenguas.
El conjunto de tales variaciones integraría una
Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a
los hombres a producir mecánicamente
esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar
y que eliminaría a la
inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore
Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará
en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa
del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número
preciso de veces que las
aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón,
el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado
Novalis, mis sueños
y entresueños en el alba del catorce de agosto
de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos
capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos
al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley
acerca del Tiempo y que no publicó, los libros
de hierro de Urizen, las prematuras epifanías
de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán
decir, el evangelio gnóstico de
Basílides, el cantar que cantaron las sirenas,
el catálogo fiel de la Biblioteca,
la demostración de la falacia de ese catálogo.
Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá
millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y
de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar
sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles
que obliteran el día y en los que habita el caos-
les hayan otorgado una
página tolerable.
Uno de los hábitos
de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado
el Infierno, ha inventado la predestinación al
Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la
quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la
parte no es menos copiosa
que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas,
la teratológica Trinidad:
el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados
en un solo organismo...
Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno:
la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros
corren el encesante albur
de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan
y lo confunden como una divinidad que delira.