Italo Calvino
La Habana, Cuba, 1923 -
En
Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles.
Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre
de mujer; el libro consta
de capítulos breves, cada uno de los cuales
debería servir de punto de partida
de una reflexión válida para cualquier
ciudad o para la ciudad en general.
El
libro nació lentamente, con intervalos a veces largos, como poemas
que
fui escribiendo, según las más diversas
inspiraciones. Cuando escribo, procedo
por series: tengo muchas carpetas donde meto las
páginas escritas, según las
ideas que me pasan por la cabeza, o apuntes de
cosas que quisiera escribir.
Tengo una carpeta para los objetos, una carpeta
para los animales, una para las
personas, una carpeta para los personajes históricos
y otra para los héroes de la
mitología; tengo una carpeta sobre las
cuatro estaciones y una sobre los cinco
sentidos; en una recojo páginas sobre las
ciudades y los paisajes de mi vida, y en
otra, ciudades imaginarias, fuera del espacio
y del tiempo. Cuando una carpeta
empieza a llenarse de páginas, me pongo
a pensar en el libro que puedo sacar de
ellas.
Así
en los últimos años llevé conmigo este libro de las
ciudades, escribiendo
de vez en cuando, fragmentariamente, pasando por
fases diferentes. Durante un
período se me ocurrían sólo
ciudades tristes, y en otro sólo ciudades alegres;
hubo un tiempo en que comparaba a la ciudad con
el cielo estrellado, en cambio
en otro momento hablaba siempre de las basuras
que se van extendiendo día a
día fuera de las ciudades. Se había
convertido en una suerte de diario que seguía
mis humores y mis reflexiones; todo terminaba
por transformarse en imágenes
de ciudades: los libros que leía, las exposiciones
de arte que visitaba, las
discusiones con mis amigos.
Pero
todas esas páginas no constituían todavía un libro:
un libro (creo yo)
es algo con un principio y un fin (aunque no sea
una novela en sentido estricto),
es un espacio donde el lector ha de entrar, dar
vueltas, quizá perderse, pero
encontrando en cierto momento una salida, o tal
vez varias salidas, la posibilidad
de dar con un camino que lo saque fuera. Alguno
de nosotros me dirá que esta
definición puede servir para una novela
con una trama, pero no para un libro
como éste, que debe leerse como se leen
los libros de poemas o de ensayos, o
cuando mucho de cuentos. Pues bien, quiero decir
justamente que también un
libro así, para ser un libro, debe tener
una construcción, es decir, es preciso que
se pueda descubrir en él una trama, un
itinerario, un desenlace.
Nunca
he escrito libros de poesía, pero sí muchos libros de cuentos,
y me
he encontrado frente al problema de dar un orden
a cada uno de los textos,
problema que puede llegar a ser angustioso. Esta
vez, desde el principio, había
encabezado cada página con el título
de una serie: Las ciudades y la memoria,
Las ciudades y el deseo, Las ciudades y los signos;
pero llamé Las ciudades y
la forma a una cuarta serie, título que
resultó ser demasiado genérico y la serie
terminó por distribuirse entre otras categorías.
Durante un tiempo, mientras
seguía escribiendo ciudades, no sabía
si multiplicar las series, o si limitarlas a
unas pocas (las dos primeras eran fundamentales),
o si hacerlas desaparecer
todas. Había muchos textos que no sabía
cómo clasificar y entonces buscaba
definiciones nuevas. Podía hacer un grupo
con las ciudades un poco abstractas,
aéreas, que terminé por llamar Las
ciudades sutiles. Algunas podía definirlas
como Las ciudades dobles, pero después
me resultó mejor distribuirlas en otros
grupos. Hubo otras series que no preví
de entrada; aparecieron al final,
redistribuyendo textos que había clasificado
de otra manera, sobre todo como
«memoria» y «deseo», por
ejemplo Las ciudades y los ojos (caracterizadas por
propiedades visuales) y Las ciudades y los trueques,
caracterizadas por
intercambios: de recuerdos, de deseos, de recorridos,
de destinos. Las continuas
y las escondidas, en cambio, son dos series que
escribí adrede, es decir con
una intención precisa, cuando ya había
empezado a entender la forma y el
sentido que debía dar al libro. A partir
del material que había acumulado fue
como estudié la estructura más adecuada,
porque quería que estas series se
alternaran, se entretejieran, y al mismo tiempo
no quería que el recorrido del
libro se apartase demasiado del orden cronológico
en que se habían escrito los
textos. Al final decidí que habría
11 series de 5 textos cada una, reagrupados
en capítulos formados por fragmentos de
series diferentes que tuvieran cierto
clima común. El sistema con arreglo al
cual se alternan las series es de lo más
simple, aunque hay quien lo ha estudiado mucho
para explicarlo.
Todavía
no he dicho lo primero que debería haber aclarado: Las ciudades
invisibles se presentan como una serie de relatos
de viaje que Marco Polo hace
a Kublai Jan, emperador de los tártaros.
(En la realidad histórica, Kublai,
descendiente de Gengis Jan, era emperador de los
mongoles, pero en su libro
Marco Polo lo llama Gran Jan de los Tártaros
y así quedó en la tradición
literaria.) No es que me haya propuesto seguir
los itinerarios del afortunado
mercader veneciano que en el siglo trece había
llegado a la China desde donde
partió para visitar, como embajador del
Gran Jan, buena parte del Lejano
Oriente. Hoy el Oriente es un tema reservado a
los especialistas y yo no lo
soy. Pero en todos los tiempos ha habido poetas
y escritores que se inspiraron
en El Millón como en una escenografía
fantástica y exótica: Coleridge en un
famoso poema, Kafka en El mensaje del emperador,
Buzzati en El desierto de
los tártaros. Sólo Las mil y una
noches pueden jactarse de una suerte parecida:
libros que se convierten en continentes imaginarios
en los que encontrarán su
espacio otras obras literarias; continentes del
«allende», hoy en que del
«allende» se puede decir que ya no
existe y que todo el mundo tiende a
uniformarse.
A este
emperador melancólico que ha comprendido que su ilimitado poder
poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina,
un viajero imaginario le
habla de ciudades imposibles, por ejemplo una
ciudad microscópica que va
ensanchándose y termina formada por muchas
ciudades concéntricas en
expansión, una ciudad telaraña suspendida
sobre un abismo, o una ciudad
bidimensional como Moriana.
Cada
capítulo del libro va precedido y seguido por un texto en cursiva
en el
que Marco Polo y Kublai Jan reflexionan y comentan.
El primero de ellos fue el
primero que escribí y sólo más
adelante, habiendo seguido con las ciudades,
pensé en escribir otros. Mejor dicho, el
primer texto lo trabajé mucho, me había
sobrado mucho material, y en cierto momento seguí
con diversas variantes de
esos elementos restantes (las lenguas de los embajadores,
la gesticulación de
Marco) de los que resultaron textos diversos.
Pero a medida que escribía
ciudades, iba desarrollando reflexiones sobre
mi trabajo, como comentarios de
Marco Polo y del Jan, y estas reflexiones tomaban
cada una por su lado y yo
trataba de que cada una avanzara por cuenta propia.
Así es como llegué a tener
otro conjunto de textos y traté de que
fueran paralelos al resto, haciendo un
poco de montaje en el sentido de que ciertos diálogos
se interrumpen y después
se reanudan; en una palabra, el libro se discute
y se interroga a medida que se
va haciendo.
Creo
que lo que el libro evoca no es sólo una idea intemporal de la ciudad,
sino que desarrolla, de manera unas veces implícita
y otras explícita, una
discusión sobre la ciudad moderna. A juzgar
por lo que me dicen algunos
amigos urbanistas, el libro toca sus problemáticas
en varios puntos y esto no
es casualidad porque el trasfondo es el mismo.
Y la metrópoli de los pig numbers
no aparece sólo al final de mi libro; incluso
lo que parece evocación de una
ciudad arcaica sólo tiene sentido en la
medida en que está pensado y escrito con
la ciudad de hoy delante de los ojos.
¿Qué
es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un
último poema de amor a las ciudades, cuando
es cada vez más difícil vivirlas
como ciudades. Tal vez estamos acercándonos
a un momento de crisis de la
vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño
que nace del corazón de
las ciudades invivibles. Se habla hoy con la misma
insistencia tanto de la
destrucción del ambiente natural como de
la fragilidad de los grandes sistemas
tecnológicos que pueden producir perjuicios
en cadena, paralizando metrópolis
enteras. La crisis de la ciudad demasiado grande
es la otra cara de la crisis de
la naturaleza. La imagen de la «megalópolis»,
la ciudad continua, uniforme, que
va cubriendo el mundo, domina también mi
libro. Pero libros que profetizan
catástrofes y apocalipsis hay muchos; escribir
otro sería pleonástico, y sobre
todo, no se aviene a mi temperamento. Lo que le
importa a mi Marco Polo es
descubrir las razones secretas que han llevado
a los hombres a vivir en las
ciudades, razones que puedan valer más
allá de todas las crisis. Las ciudades
son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos,
signos de un lenguaje;
son lugares de trueque, como explican todos los
libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son
sólo de mercancías, son también trueques de
palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se
abre y se cierra con las imágenes
de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen
continuamente, escondidas
en las ciudades infelices...
Casi
todos los críticos se han detenido en la frase final del libro:
«buscar
y saber quién y qué, en medio del
infierno, no es infierno, y hacer que dure, y
dejarle espacio». Como son las últimas
líneas, todos han considerado que es la
conclusión, la «moral de la fábula».
Pero este libro es poliédrico y en cierto
modo está lleno de conclusiones, escritas
siguiendo todas sus aristas, e incluso
no menos epigramáticas y epigráficas
que esta última. Es cierto que si esta frase
se ubica al final del libro no es por casualidad,
pero empecemos por decir que el
final del último capítulo tiene
una conclusión doble, cuyos elementos son
necesarios: sobre la ciudad utópica (que
aunque no la descubramos no podemos
dejar de buscar) y sobre la ciudad infernal. Y
aún más: ésta es sólo la última
parte del texto en cursiva sobre los atlas del
Gran Jan, por lo demás bastante
descuidado por los críticos, y que desde
el principio hasta el final no hace sino
proponer varias «conclusiones» posibles
de todo el libro. Pero está también la
otra vertiente, la que sostiene que el sentido
de un libro simétrico debe buscarse
en el medio: hay críticos psicoanalistas
que han encontrado las raíces profundas
del libro en las evocaciones venecianas de Marco
Polo, como un retorno a los
primeros arquetipos de la memoria, mientras estudiosos
de semiología
estructural dicen que donde hay que buscar es
en el punto exactamente central
del libro, y han encontrado una imagen de ausencia,
la ciudad llamada Baucis.
Es aquí evidente que el parecer del autor
está de más: el libro, como he explicado,
se fue haciendo un poco por sí solo, y
únicamente el texto tal como es autorizará
o excluirá esta lectura o aquélla.
Como un lector más, puedo decir que en el
capítulo quinto, que desarrolla en el corazón
del libro un tema de levedad
extrañamente asociado al tema ciudad, hay
algunos de los textos que considero
mejores por su evidencia visionaria, y tal vez
esas figuras más filiformes
(«ciudades sutiles» u otras) son la
zona más luminosa del libro. Esto es todo lo
que puedo decir.
(Conferencia pronunciada por
Calvino en inglés, el 29 de marzo de 1983,
para los estudiantes de la Graduate
Writing Divison de la Columbia
University de Nueva York.)
No está dicho que Kublai Jan crea en todo lo que dice Marco
Polo cuando le describe las
ciudades que ha visitado en sus misiones,
pero lo cierto es que el emperador
de los tártaros sigue escuchando al
joven veneciano con más
curiosidad y atención que a ningún otro de
sus mensajeros o exploradores.
En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por
la amplitud inconmensurable de
los territorios que hemos conquistado,
a la melancolía y al alivio de
saber que pronto renunciaremos
a conocerlos y a comprenderlos, una sensación como de vacío
que nos asalta una noche junto con el olor de
los elefantes después
de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría
en los braseros, un vértigo
que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la
leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre
otro los despachos que anuncian
el derrumbe, de derrota en derrota, de
los últimos ejércitos
enemigos y resquebraja el lacre de los sellos de
reyes que jamás oímos
nombrar, que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes
a cambio de tributos anuales en metales preciosos, pieles curtidas y caparazones
de tortuga; es el momento desesperado
en que se descubre que ese imperio
que nos había parecido la suma de todas las maravillas es un desmoronarse
sin fin ni forma, que la
gangrena de su corrupción
está demasiado avanzada para que nuestro
cetro pueda ponerle remedio,
que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su
larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Jan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a derrumbarse,
la filigrana de un diseño tan fino que escapaba
a la voracidad de las termitas.
Las
ciudades y la memoria. 1
Partiendo de allá y andando
tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad
con sesenta cúpulas de plata, estatuas de
bronce de todos los dioses, calles
pavimentadas de estaño, un teatro de
cristal, un gallo de oro que canta
todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas
el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades.
Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre,
cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se
encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y
desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar
a los que ahora
creen haber vivido ya una noche
igual a ésta y haber sido aquella vez
felices.
Las
ciudades y la memoria. 2
Al hombre que cabalga largamente
por tierras agrestes le asalta el deseo
de una ciudad. Finalmente llega
a Isidora, ciudad donde los palacios
tienen escaleras de caracol incrustadas
de caracolas marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte largavistas
y violines, donde cuando
el forastero está indeciso
entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las riñas
de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los que apuestan. En todas
estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es, pues,
la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada
lo contenía joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la
plaza hay un murete desde donde
los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en
fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos.
Las
ciudades y el deseo. 1
De la ciudad de Dorotea se puede
hablar de dos maneras: decir que
cuatro torres de aluminio se elevan
en sus murallas flanqueando siete
puertas del puente levadizo de
resorte que franquea el foso cuyas aguas alimentan cuatro verdes canales
que atraviesan la ciudad y la dividen en
nueve barrios, cada uno de trescientas
casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas casaderas
de cada barrio se casan
con jóvenes de otros barrios
y sus familias intercambian las mercancías
de las que cada una tiene la exclusividad:
bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer cálculos
a base de estos datos hasta saber
todo lo que se quiera de la ciudad
en el pasado el presente el futuro; o
bien decir como el camellero que
allí me condujo: «Llegué en la primera juventud, una
mañana, mucha gente iba rápida por las calles rumbo al mercado,
las mujeres tenían hermosos dientes y miraban derecho a los
ojos, tres soldados tocaban el
clarín en una tarima, todo alrededor giraban ruedas y ondulaban
carteles de colores. Hasta entonces yo sólo había conocido
el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en
Dorotea sentí que no había
bien que no pudiera esperar de la vida. En
los años siguientes mis
ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de
las caravanas; pero ahora sé que éste es sólo uno
de los tantos caminos que se me
abrían aquella mañana en Dorotea».
Las
ciudades y los signos. 1
El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras.
Rara
vez el ojo se detiene en una cosa,
y es cuando la ha reconocido como el
signo de otra: una huella en la arena
indica el paso del tigre, un pantano
anuncia una vena de agua, la flor del
hibisco el fin del invierno. Todo el
resto es mudo e intercambiable; árboles
y piedras son solamente lo que
son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra
en ella por calles llenas de enseñas
que sobresalen de las paredes. El ojo
no ve cosas sino figuras de cosas que
significan otras cosas: las tenazas
indican la casa del sacamuelas, el
jarro la taberna, las alabardas el cuerpo
de guardia, la balanza el herborista.
Estatuas y escudos representan leones
delfines torres estrellas: signo de
que algo —quién sabe qué— tiene por
signo un león o delfín
o torre o estrella. Otras señales indican lo que está
prohibido en un lugar —entrar en el
callejón con las carretillas, orinar
detrás del quiosco, pescar con
caña desde el puente— y lo que es lícito
—dar de beber a las cebras, jugar a
las bochas, quemar los cadáveres de
los parientes—. Desde las puertas de
los templos se ven las estatuas de
los dioses representados cada uno con
sus atributos: la cornucopia, la
clepsidra, la medusa, por los cuales
el fiel puede reconocerlos y dirigirles
las plegarias justas. Si un edificio
no tiene ninguna enseña o figura, su
forma misma y el lugar que ocupa en
el orden de la ciudad bastan para
indicar su función: el palacio
real, la prisión, la casa de moneda, la escuela
pitagórica, el burdel. Incluso
las mercancías que los comerciantes exhiben
en los mostradores valen no por sí
mismas sino como signo de otras cosas:
la banda bordada para la frente quiere
decir elegancia, el palanquín dorado
poder, los volúmenes de Averroes
sapiencia, la ajorca para el tobillo
voluptuosidad. La mirada recorre las
calles como páginas escritas: la
ciudad dice todo lo que debes pensar,
te hace repetir su discurso, y
mientras crees que visitas Tamara,
no haces sino registrar los nombres
con los cuales se define a sí
misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura
de signos, qué contiene
o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo
sabido. Fuera se extiende la tierra
vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes.
En la forma que el azar y el viento dan a las
nubes el hombre se empeña
en reconocer figuras: un velero, una mano,
un elefante...
Las
ciudades sutiles. 3
Si
Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay
detrás un hechizo o sólo
un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni
pavimentos; no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las tuberías
del agua que suben verticales donde deberían estar las casas y se
ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de tubos que
terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Se destaca
contra el cielo la blancura de
algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos
que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros
terminaron su trabajo y se fueron antes de que llegaran los albañiles;
o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe,
terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede
decir que Armilla esté desierta.
A cualquier hora, alzando los ojos entre
las tuberías, no es raro entrever
una o varias mujeres jóvenes, espigadas,
de no mucha estatura, que retozan en
las bañeras, se arquean bajo las
duchas suspendidas sobre el vacío,
hacen abluciones, o se secan, o se
perfuman, o se peinan los largos cabellos
delante del espejo. En el sol
brillan los hilos de agua que se proyectan
en abanico desde las duchas,
los chorros de los grifos, los surtidores,
las salpicaduras, la espuma de las
esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: ninfas y náyades
han
quedado dueñas de los cursos
de agua canalizados en las tuberías de
Armilla. Habituadas a remontar
las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo
reino acuático, manar de fuentes multiplicadas,
encontrar nuevos espejos, nuevos
juegos, nuevos modos de gozar del
agua. Puede ser que su invasión
haya expulsado a los hombres, o puede
ser que Armilla haya sido construida
por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas
ofendidas por la manumisión de
las aguas. En todo caso, esas mujercitas
parecen contentas: por la mañana
se las oye cantar.
Las
ciudades y los trueques. 2
En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles
no se conocen. Al verse imaginan mil
cosas las unas de las otras,
los encuentros que podrían ocurrir
entre ellas, las conversaciones,
las sorpresas, las caricias, los mordiscos.
Pero nadie saluda a nadie,
las miradas se cruzan un segundo y
después huyen, buscan otras
miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su
hombro, y también un poco la
redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa
todos los años que tiene, los ojos
inquietos bajo el velo y los labios
trémulos.
Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco;
una enana; dos mellizas vestidas de
coral. Algo corre entre ellos, un
intercambio de miradas como líneas
que unen una figura con otra y
dibujan flechas, estrellas, triángulos,
hasta que en un instante todas las
combinaciones se agotan y otros personajes
entran en escena: un ciego
con un guepardo sujeto por una cadena,
una cortesana con abanico de
plumas de avestruz, un efebo, una jamona.
Así entre quienes por
casualidad se juntan bajo un soportal
para guarecerse de la lluvia, o se
apiñan debajo del toldo del
bazar, o se detienen a escuchar la banda en
la plaza, se consuman encuentros, seducciones,
copulaciones, orgías,
sin cambiar una palabra, sin rozarse
con un dedo, casi sin alzar los ojos.
Una vibración
lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más casta
de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir
sus efímeros
sueños, cada fantasma se convertiría en
una persona con quien comenzar
una historia de persecuciones, simulaciones, malentendidos,
choques, opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
Las
ciudades y los ojos. 1
Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago, con casas
todas de galerías una sobre
otra y calles altas que asoman al agua parapetos
de balaustres. De modo que al llegar
el viajero ve dos ciudades: una directa sobre el lago y una de reflejo,
invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada
no repita, porque la ciudad fue construida
de manera que cada uno de sus puntos
se reflejara en su espejo, y la
Valdrada del agua, abajo, contiene
no sólo todas las canaladuras y relieves
de las fachadas que se elevan sobre
el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos
rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos
de sus armarios.
Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez
ese acto y su imagen especular que
posee la especial dignidad de las
imágenes, y esta conciencia
les prohibe abandonarse ni un solo instante
al azar y al olvido. Cuando los amantes
mudan de posición los cuerpos
desnudos piel contra piel buscando
cómo ponerse para sacar más placer
el uno del otro, cuando los asesinos
empujan el cuchillo contra las venas
negras del cuello y cuanta más
sangre grumosa sale a borbotones, más
hunden el filo que resbala entre los
tendones, incluso entonces no es
tanto el acoplarse o matarse lo que
importa como el acoplarse o matarse
de las imágenes límpidas
y frías en el espejo.
El espejo acrecienta unas veces el valor de las cosas, otras lo niega.
No todo lo que parece valer fuera
del espejo resiste cuando se refleja.
Las dos ciudades gemelas no son
iguales, porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico:
a cada rostro y gesto responden desde
el espejo un rostro o gesto invertido
punto por punto. Las dos Valdradas
viven la una para la otra, mirándose
constantemente a los ojos, pero no
se aman.
Las
ciudades escondidas. 1
En Olinda, el que lleva una lupa y busca con atención puede
encontrar en alguna parte un punto
no más grande que la cabeza de un
alfiler donde, mirando con un poco
de aumento, se ven dentro los techos
las antenas las claraboyas los
jardines los tazones de las fuentes, las
franjas rayadas que cruzan las
calles, los quioscos de las plazas, la pista
de las carreras de caballos. Ese
punto no se queda ahí: al cabo de un año
se lo encuentra grande como medio
limón, después como una gran seta, después como un
plato sopero. Y hete aquí que se convierte en una
ciudad de tamaño natural,
encerrada dentro de la ciudad de antes: una
nueva ciudad que se abre paso en
medio de la ciudad de antes y la
empuja hacia afuera.
Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en círculos
concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año
añaden
una vuelta. Pero a las otras ciudades
les queda en el medio el viejo cerco
de murallas, bien apretado, del
que brotan resecos los campaniles las
torres los tejados las cúpulas,
mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un
cinturón que se desanuda. En Olinda no:
las viejas murallas se dilatan
llevándose consigo los barrios antiguos que crecen en los confines
de la ciudad, manteniendo sus proporciones en un horizonte más vasto;
éstos circundan barrios un poco menos viejos,
aunque de mayor perímetro
y menor espesor para dejar sitio a los más recientes que empujan
desde dentro; y así hasta el corazón de la ciudad:
una Olinda completamente nueva
que en sus dimensiones reducidas
conserva los rasgos y el flujo
de linfa de la primera Olinda y de todas las Olindas que han ido brotando
una de otra; y dentro de ese círculo más
interno ya brotan —pero es difícil
distinguirlas— la Olinda venidera y las
que crecerán a continuación.