Julio Cortázar
Ocupaciones Raras
Conducta en los velorios
No vamos por
el anís, ni porque hay que ir.
Ya se habrá sospechado: vamos
porque no podemos
soportar las formas más solapadas
de la hipocresía. Mi prima segunda,
la mayor, se encarga de cerciorarse
de la índole del duelo, y si es de
verdad, si se llora porque llorar
es lo único que les queda a esos hombres
y a esas mujeres entre el olor a
nardos y a café, entonces nos quedamos
en casa y los acompañamos
desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato
y saluda en nombre de la familia;
no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida
ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación
de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto
o en la sala se han armado los trípodes
del camelo, entonces la familia
se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este
a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico
las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas
y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos
condescienden a
apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y
los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno
o de a dos, saludamos
a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente
porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el
difunto, escoltados por
algún pariente cercano. Una o dos horas después
toda la familia esta en
la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen
bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas
hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos,
escoge los
interlocutores con quienes se reparte en la cocina, bajo
el naranjo, en
los dormitorios, en el zaguan, y de cuando en cuando
se sale a fumar al
patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para
ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado
tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los
vasitos de caña, el mate
dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial;
antes de
media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos.
Por lo común mi hermana la menor se encarga de
la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd,
se tapa los ojos con un pañuelo violela y empieza a llorar, primero
en silencio, empapando el pañuelo a
un punto increíble, después con hipos y
jadeos, y finalmente le acomete
un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas
a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua
de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes
cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un
amontonamiento de
gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas
y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos.
Agotados por un
esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos
amenguan en
sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres
primas segundas
se largan a llorar sin afectación, sin gritos,
pero tan conmovedoramente
que los parientes y vecinos sienten la emulación,
comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños
de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración
general, otra
vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras
ancianas,
aflojar el cinturón a viejitos convulsionados.
Mis hermanos y yo
esperamos por lo regular este momento para entrar en
la sala mortuoria
y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño
que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír
llorar a nuestras hermanas sin que una
congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas
de la infancia,
unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía
que chirriaba al tomar
la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield,
cosas asi, siempre
tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto
para que el
llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la
cara avergonzados,
y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio,
mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos,
sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el
de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa
casa. Pero son pocos,
y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor,
y nos da
fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos,
inutilmente los
vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos
y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen
y se reincorporen a la
lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan
ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han
venido desde la
calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina,
para velar al
finado. Los vecinos más coherentes empiezan a
perder pie, dejan caer
a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar;
algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido,
duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar
la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana
somos los
dueños indiscutidos del velorio, la mayoria de
los vecinos se han ido a
dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes
posturas y grados
de agotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora
mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos
café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán
o los dormitorios; tenemos algo
de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas
al pasar. Cuando
llega el coche fúnebre las disposiciones estan
tomadas, mis hermanas
llevan a los parientes a despedirse del finado antes
del cierre del ataúd,
los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos
se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós
y quedarse solos
junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo
vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer,
beben
cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden
con vagas
protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes
de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está
llena de parientes y
amigos, una organización invisible pero sin brechas
decide cada
movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes
de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con
las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes
llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada;
los vecinos, convencidos ya
de que todo es como debe ser, los miran escandalizados
y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y
mis tíos, mis
hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden
a aceptar a
alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas
en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede,
y hay parientes
que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos,
refrescados por el
aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista
en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el
cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por
la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por
su cara de circunstancias y el rollito que le
abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las
manos, le empapan las
solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando
sonido de tapioca,
y el orador no puede impedir que mi tío el menor
suba a la tribuna y
abra los discursos con una oración que es siempre
un modelo de verdad
y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente
al difunto,
acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar
humanidad a
nada de lo que dice; está profundamente emocionado,
y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa
la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario,
mientras el vecino
designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis
primas y hermanas
que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero
imperioso de mi
padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente
empieza a rodar
el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie
de la tribuna,
mirándose y estrujando los discursos en sus manos
húmedas. Por lo
regular no nos molestamos en acompanar al difunto hasta
la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos
juntos,
comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos
cómo los
parientes corren desesperadamente para agarrar alguno
de los cordones
del ataúd y se pelean con los vecinos que entre
tanto se han posesionado
de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los
lleven los parientes.