Julio Cortázar
Historias
de cronopios y de famas
Cuando los
famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las
siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente
los precios, la calidad de las sábanas y el color
de las alfombras. El segundo
se traslada a la comisaría y labra un acta declarando
los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del
contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas
de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas
estas diligencias, los viajeros se reunen en la plaza mayor
de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran
en el café a beber
un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan
en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de los famas".
Cuando los
cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos,
los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los
taxis no quieren
llevarlos o les cobran precios altísimos. Los
cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren
a todos, y a la hora
de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad,
la hermosísima
ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad
hay grandes fiestas y
que ellos están invitados. Al otro día
se levantan contentísimos, y así es
como viajan los cronopios.
Las esperanzas,
sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los
hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas
porque ellas ni
se molestan.
Los famas para
conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos
en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con
pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana
negra y lo colocan parado
contra la pared de la sala, con un cartelito que dice:
«Excursión a Quilmes»,
o: «Frank Sinatra».
Los cronopios,
en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan
los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos,
y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con
suavidad y le dicen:
«No vayas a lastimarte», y también:
«Cuidado con los escalones». Es por
eso que las casa de los famas son ordenadas y silenciosas,
mientras en las
de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean.
Los vecinos se
quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la
cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas
en su sitio.
Un fama tenía
un reloj de pared y todas las semanas le daba cuerda CON GRAN CUIDADO.
Pasó un cronopio y al verlo se puso a reír, fue
a su casa e inventó el reloj-alcachofa a alcaucil,
que de una y otra manera puede y debe decirse.
El reloj alcaucil
de este cronopio es un alcaucil
de la gran especie, sujeto por el tallo a un agujero
de
la pared. Las innumerables hojas del alcaucil marcan
la hora presente y además todas las horas, de
modo
que el cronopio no hace más que sacarle una hoja
y
ya sabe una hora. Como las va sacando de izquierda
a derecha, siempre la hoja da la hora justa, y cada día
el cronopio empieza a sacar una nueva vuelta de hojas.
Al llegar al corazón el tiempo no puede ya medirse,
y en la infinita rosa
violeta del centro el cronopio encuentra un gran contento,
entonces se la
come con aceite, vinagre y sal, y pone otro reloj en
el agujero.
No sin trabajo un cronopio llegó a establecer un termómetro
de vidas. Algo entre termómetro
y topómetro, entre fichero y currículum
vitae. Por ejemplo, el cronopio
en su casa recibía a un fama, una
esperanza y un profesor de lenguas.
Aplicando sus descubrimientos
estableció que el fama era
infra-vida, la esperanza para-vida, y el
profesor de lenguas inter-vida.
En cuanto al cronopio mismo, se
consideraba ligeramente super-vida,
pero más por poesía que por
verdad. A la hora del almuerzo
este cronopio gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos
creían estar refiriéndose a las mismas cosas y
no era así. La inter-vida
manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia, que la
para-vida escuchaba como quien oye llover -tarea
delicada. Por supuesto, la infra-vida
pedía a cada instante el queso rallado,
y la super-vida trinchaba el pollo
en cuarenta y dos movimientos, método Stanley Fitzsimmons. A los
postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones, y en la mesa
quedaban solamente pedacitos sueltos de muerte.