Julio Cortázar
De la "Encuesta a escritores
argentinos contemporáneos"
Por eso prefiero responder en bloque, aunque algunas preguntas no alcancen a tener una respuesta concreta, cosa que no me parece una gran pérdida.
Me acuerdo
de un tintero, de una lapicera con pluma “cucharita”,
del invierno en Bánfield: fuego de salamandra,
sabañones. Es el atardecer
y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para
celebrar el cumpleaños
de un pariente. La prosa me cuesta mucho más en
ese tiempo y en todos
los tiempos, pero lo mismo escribo un cuento sobre un
perro que se llama Leal y que muere por salvar a una niña caída
en manos de malvados
raptores. Escribir no me parece nada insólito,
más bien una manera de
pasar el tiempo hasta llegar a los quince años
y poder entrar en la marina,
que considero mi vocación verdadera. Ya no hoy,
por cierto, y en todo
caso el sueño dura poco: de golpe quiero ser músico,
pero no tengo
aptitudes para el solfeo (mi tía dixit), y en
cambio los sonetos me salen redondos. El director de la primeria
le dice a mi madre que leo demasiado
y que me racione los libros; ese día empiezo a
saber que el mundo está
lleno de idiotas. A los doce años proyecto un
poema que modestamente abarcará la entera historia de la humanidad,
y escribo las veinte páginas correspondientes a la edad de las cavernas;
creo que una pleuresía
interrumpe esta empresa genial que tiene a la familia
en suspenso. De
golpe pantalones largos, y entro en la escuela normal
donde descubro que
si en mi casa respetan y favorecen lo más posible
mis gustos literarios,
los planes de enseñanza hacen esfuerzos heroicos
para desarraigarlos y convertirme en un hombre, con lo que esta palabra
significa casi siempre
en América Latina. Autodefensa inmediata: alianza
con dos o tres condiscípulos que también
siguen soñando despiertos, siete interminables
años de magisterio y profesorado en letras; la
verdadera educación se
hará puertas afuera, lecturas salvajes, cine,
maratones de diálogos en
cafés y calles, conciertos, autoaprendizaje del
inglés y el francés, sigo escribiendo cuentos y poemas, los
muestro a pocos amigos. A lo largo
de ese absurdo profesorado, de acaso sesenta profesores
sólo dos me
orientan en la reflexión y especialmente en la
crítica (la autocrítica):
Arturo Marasso y Vicente Fatone.
De todo eso quedan dos cosas: la decisión
de no cerrarme a nada en
un momento en que veo a tantos amigos optar por A o por
B, y la
decisión complementaria de llevar esa apertura
y esa porosidad a una consecuencia literaria, salga pato o gallareta. Para
empezar: horror a todo profesionalismo, incluso hoy sigo viéndome
como un aficionado, alguien
que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir.
De ahí los
defectos posibles: falta de planes, de esquemas, pero
siempre preferiré esos defectos al aburrimiento
del método. No por nada
la temprana lección del jazz: lo improvisado es
lo que queda, aunque nadie llega así nomás a la improvisación,
y todo está en ese “aunque”.
La noción misma de la escritura:
rechazo de la “originalidad” para lograr
la naturalidad, que en última instancia es lo
que abre paso a lo original.
Mientras escribo leo más que
nunca, ningún miedo a las “influencias”;
en cambio me niego a hablar de lo que estoy haciendo
y solo muestro lo terminado y corregido, creo que por superstición
más que por principio.
(Esa gente que te cuenta su novela antes de haberla empezado...
en fin,
a lo mejor peco por soberbia). En cuanto a la revisión
y la corrección de
lo escrito, creo que con los años la cosa va cambiando;
de joven escribía
de un tirón y después “trabajaba” el texto
ya enfriado, pero ahora tardo
más en escribir, dejo que las cosas se preparen
y organicen en esa región
entre sueño y vigilia donde laten los pulsos más
hondos, y por eso corrijo
menos en la relectura. Algún crítico me
reprocha una sequedad que antes
no tenía; puede ser que los lectores sigan prefiriendo
algo más jugoso,
pero al final de mi camino me gusta más un kaiku
que un soneto, y un
soneto más que una oda; tal vez porque tanta rutina
y entusiasmo sobre
el barroco latinoamericano ha terminado por afirmarme
en ese horror a
las volutas que ya denunciaba en Rayuela (donde las volutas
no faltan, digámoslo antes de que usted lo piense).