Augusto Monterroso
Tegucigalpa, Honduras, 21 de diciembre de 1921 (pero Guatemalteco, pero exiliado en México) -
Había
una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y
nadie se veía en él se sentía de
lo peor, como que no existía, y quizá
tenía razon; pero los otros espejos se burlaban
de él, y cuando por las
noches los guardaban en el mismo cajon del tocador dormían
a pierna
suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del
neurótico.
-Es cierto-
dijo melancólicamente el hombre, sin quitar la vista de
las llamas que ardían en la chimenea aquella noche
de invierno-; en el
Paraíso hay amigos, música, algunos libros;
lo único malo de irse al Cielo
es que allí el cielo no se ve.
Tirada en el
campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya
nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba
por ahí resopló
fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido
más dulce de su vida, es
decir, de la vida del Burro y de la Flauta.
Incapaces de
comprender lo que había pasado, pues la racionalidad
no era su fuerte y ambos creían en la racionalidad,
se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro
habían hecho durante su
triste existencia.
En la Selva
vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados
se reunieron un día y lo visitaron para quejarse
de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por
otros), sobre la base de que sus críticas
no nacían de la buena intención sino del
odio.
Como él
estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez
que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga
todo lo que tenía que decirle.
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después,
el rebaño arrepentido le levantó una estatua
ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así,
en los sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente
pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes
y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.