Sentado en mi taburete yo contemplaba: Que
Antígona había
puesto los codos sobre los flaquitos
flaquitos brazos de mi primo,
las rodillas sobre sus
muslos esmirriados, dejándolo, pues, inmovilizado.
Empezó a frotarle
las orejas hasta dejárselas rojas y luego se las
arrancó a mordiscos.
Siguió con la nariz, las encías, luego
a lamerle la manzana de Adán,
y él no protestaba casi, yo veía como sus
ojos giraban por todo ese
cuarto, cuadros de sus padres, fotos ampliadísimas
de paseos y fincas,
fusiles sin balas, yo sentado, asombrado, quieto, sintiendo
como mis
granos ebullían, contemplando como era devorado
mi primo, y ella
ni se movía casi, a no ser que su estómago
bajara y subiera sobre él
en la respiración agitada
del que come con hambre.
¿Cuanto
haría que ella no comía? ¿Qué pensaría
mi primo, le
abrí la puerta al primer
visitante y me dejó entrar la muerte? Y no la
muerte a secas señores, la
muerte en esa forma. Luego ella empezó a
susurrar las palabras más
amorosas del mundo y bajó la mano y le bajó
el cierre relámpago de su Blue-jean Levis y tenía
el pipí parado! me
levanté muerto de celos,
patié esa mano que agarraba el miembro en
forma de pepino, enorme para su
edad.
Mi primo soltó
un berrido, ella me voltió a ver con carne blanca
y pelos negros en la boca y me alejó con una especie
de resoplido de
ballena o de tigre y tiburón.
"Está bien, está bien",pensé, y me senté
de nuevo. Ahora el que hablaba era
él.
Decía
que le lamiera primero el pecho y que después mordiera,
¿Así?", decía
ella, y acto seguido mordía, y él "sí, así",
y luego "más
duro", y ella "¿más
duro qué?", "la lamida, la lamida", decía él, claro,
por que la mordida no podía
ser, porque cada mordida era duro, debía
doler terriblemente. Reloj en mano comprobé cuanto
duró la cosa,
hasta los huesos, hasta que ella
no necesitó agazaparse sino reclinarse
como en posición yoga y chupar
los fémures, exquisitos, los cartílagos
de codos y rodillas, le dio una
chupada a cada bola de cada rodilla, no
dejó una sola sobra, un solo
desperdicio, operación limpísima, limpísimo
el esqueleto de Mariátegui
mientras yo sentía un río de agua hirviendo
adentro y podía avergonzarme del olor que despedía
mi piel toda, lista
para ser comida, ella respiraba cada vez más espaciadamente
y luego
se echó sobre el esqueleto y reposó, y
yo me paré del taburete inquieto,
y te pregunté: "¨Y ahora yo? ¨Y yo qué?".
Ella no me contestó: dormía. "Noche sin fortuna"