Alejandra Pizarnik
El infierno musical (1971)
Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.
Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos,
drenan
y barrenan,
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera
que me
calle para tomar posesión de mí y drenar y
barrenar los cimientos,
los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesón
de mi
terreno
baldío,
no,
he de hacer algo,
no,
no he de hacer nada,
algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa
dentro
de mí
con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente
distinta de
ella.
En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche
inmensa inmersa
en el sigilo de los pasos perdidos.
No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema,
en la tentativa
inútil de transcribir relaciones ardientes.
¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril,
a lo fragmentado.
Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca,
la desilusión
al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre,
que tuvo que
ser Tiresias, flota en el río. Pero tú,
¿por qué te dejaste
asesinar escuchando
cuentos de álamos nevados?
Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas.
Yo no
quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería
hundirme, clavarme,
fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar
adentro de
la música para tener una patria. Pero la música se movía,
se apresuraba.
Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí
la esperanza de que se
estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir:
un punto
de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar,
hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán
era demasiado
breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no
contaba más
que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se
distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones
porque la
música estaba más arriba o más abajo, pero no en el
centro, en el lugar
de la fusión y del encuentro. (Tú que hiciste mi única
patria ¿en dónde
buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.)
Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento
que los jinetes
con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre
corceles negros.
Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles
que
suministre
algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los
cascos contra
las arenas.
(Y me dijo: Escribe; porque estas pakzbras son fieles y verdaderas. )
(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el
canto...)
Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para
aleccionar
a la que extravió en mí su musicalidad
y trepida con más
disonancia
que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas
de
un país
extranjero).
Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había
muerto y que
la muerte era decir un nombre sin cesar.
No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato.
No puedo hablar
con mi voz sino con mis voces. También este poema es
posible que
sea una trampa, un escenario más.
Cuando el barco alteró su ritmo y vaciló en el agua violenta,
me erguí
como la amazona que domina solamente con sus ojos azules
al caballo
que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde
en mi cara,
he de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede
salvarme pues
soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz.
¿En
dónde estoy? Estoy en un Jardín.
Hay un jardín.