Julio Cortázar
La vuelta al día en ochenta mundos
Una vez que volvía a Francia a bordo de uno de
los copetones barquitos de nuestra
Flota Mercante del
Estado (conozco el Río Bermejo y el Río
Belgrano, me acuerdo del
capitán Locatelli en begonias, del camarero Francisco
que era un gallego
como ya no se usan, y de un barman en cuya escuela aprendí
a preparar
el Corazón de Indio, cocktail que, como
su nombre lo indica,
es popularísimo en Bélgica), tuve la suerte
de compartir tres semanas de
buen tiempo con el doctor Alejandro Gancedo, su mujer
y sus dos hijos,
todos ellos a cual más cronopio. Pronto se descubrió
que Gancedo era de
la raza de Mansilla y de Eduardo Wilde, el causeur
que frente a una copa
y un habano se vuelve su propia obra maestra y que,
como el otro Wilde, pone el genio en la vida aunque en sus
libros no falte el talento.
De muchos relatos
de Gancedo guardo un recuerdo que prueba la
eficacia con que eran narrados (todo cuento es como se
lo cuenta, la conciencia de que fondo y forma no son dos cosas es lo que
hace al
buen narrador oral, que no se diferencia así del
buen escritor aunque
los prejuicios y los editores estén a favor de
este último). De entre esos
relatos elijo, sabiendo que lo malogro, la historia de
cómo unos conocidos
de Gancedo que llamaré prudentemente Lucas Solano
y Copitas, fueron
a un velorio y lo que pasó en él.
A Solano le tocó
acarrear el pésame en nombre de los compañeros
de oficina del difunto, changa que lo abrumó al
punto de buscar apoyo
moral en el mostrador de un bar de la calle Talcahuano
donde ya estaba Copitas en abierta demostración de lo acertado del
sobrenombre. A la
sexta grapa Copitas condescendió a acompañar
a Solano para levantarle
el ánimo, y cayeron al velorio en alto grado de
emoción etílica. Le tocó
a Copitas entrar el primero en la capilla ardiente, y
aunque en su vida
había vista al muerto, se acercó al ataúd,
lo contempló recogido, y volviéndose a Solano le dijo con
ese tono que sólo suscitan y quizá
oyen los finados:
Está idéntico.
A Solano esto
le produjo un tal ataque de hilaridad que sólo pudo disimularlo
abrazándose estrechamente a Copitas, que a su vez lloraba
de risa, y así se quedaron tres minutes, sacudidos
los hombros por
terribles estremecimientos, hasta que uno de los hermanos
del difunto
que conocía vagamente a Solano se les acercó
para consolarlos.
Créanme,
señores, jamás me hubiera imaginado que en la oficina lo
querían tanto a Pedro dijo. Como no iba casi nunca...
Canti di prigionia
Con permiso
de Dallapiccola éste es otro relato de Gancedo en que interviene
Lucas Solano. En los tiempos de una dictadura militar, es
decir cuando usted quiera, Solano y un grupo de amigos
se reunían en
una obra en construcción para tomar vino y charlar
haste la madrugada.
Por qué se juntaban allí no lo sé,
pero sí que esa noche la policía lanzó
una de esas redadas donde van a parar pescados de todas
clases, aunque
lo único que se buscaba era a los comunistas por
un lado y a los
nacionalistas católicos por el otro, que coincidían
misteriosamente en
desvelar al coronel de turno. En la volteada cayeron
Solano y su barra,
que no tenían la menor militancia política,
y todo el mundo fue a parar al
patio de una comisaría para eso que llaman identificación.
En seguida los comunistas se
pusieron de un lado le contaba después Solano a Gancedo
y los católicos del otro, de manera que nosotros nos quedamos en
el medio. Como al rato ya circulaban rumores de paliza y
de picana eléctrica, los comunistas se pusieron
a cantar "La International". Apenas los oyeron, los católicos se
largaron con "Oh María madre mía".
¿Y ustedes qué cantaban? preguntó Gancedo.
¿Nosotros?
Bueno, nosotros cantábamos "Percanta que me amuraste"...
Más sobre la seriedad y otros
velorios
¿Quién
nos rescatará de la seriedad?, pregunto parafraseando un
verso de Ricardo Molinari. La madurez
nacional, supongo, que nos llevará
a comprender por fin que el humor no tiene por qué
seguir siendo el
privilegio de anglosajones y de Adolfo Bioy Casares.
Cito exprofeso a
Bioy, porque su humor es de los que empiezan por admitir
honestamente
los límites de su literatura mientras que la seriedad
se cree omnímoda
desde el soneto hasta la novela, y segundo porque logra
esa liviana
eficacia que puede ir mucho más lejos (cuando
la usa un Leopoldo
Marechal, par ejemplo) que tanto tremendismo dostoievskiano
al cuete
que prolifera en nuestras playas. Por lo demás
esas playas van mucho
más allá de Mar del Plata: con Jean Cocteau,
a su manera un Bioy
Casares francés, ha ocurrido también que
los "comprometidos" de
cualquier bando y los serios de solemnidad como François
Mauriac
han pretendido relegarlo a esas cocinas del establecimiento
feudal de la literatura donde hay el rincón de los bufones y los
juglares. Y no
hablemos de Jarry, de Desnos, de Duchamp... En su espasmódico
Who's Afraid of Virginia Woolf?, Edward Albee
le hace decir a alguien:
"La más profunda señal de la malevolencia
social es la falta de sentido
del humor. Ninguno de los monolitos ha sido capaz de
aceptar jamás
una broma. Lea la historia. Conozco bastante bien la
historia." También nosotros conocemos bastante bien la historia
literaria para prever que
Dargelos y Elizabeth vivirán más que Thérèse
Desqueyroux, y que el
padre Ubu tirará al pozo, con su chochet à
nobles, a todos los héroes de
Jean Anouilh y de Tennessee Williams.
Esa pulga prodigiosa
llamada Man Ray escribió una vez: " Si
pudiéramos desterrar la palabra serio de nuestro
vocabulario, muchas
cosas se arreglarían."
Pero los monolitos
velan con su aire de tortugones amoratados,
como tan bien los retrata José
Lezama Lima. Oh, quién nos rescatará de
la seriedad para llegar por fin
a ser serios de veras en el plano de un Shakespeare, de un Robert Burns,
de un Julio Verne, de un Charles
Chaplin. ¿Y Buster Keaton? Ese debería
ser nuestro ejemplo, mucho
más que los Flaubert, los Dostoievski y los Faulkner
en los que sólo reverenciamos la carga de profundidad mientras olvidamos
a Bouvard
y Pécuchet, olvidamos a Foma Fomich, olvidamos
la sonrisa con que
el caballero sureño respondió a una invitación
de la Casa Blanca: "Un almuerzo a quinientas millas queda demasiado lejos
para mí." En cada
escuela latinoamericana debería haber una gran
foto de Buster Keaton,
y en las fiestas patrias el director pasaría películas
de Chaplin y de
Keaton para fomento de futuros cronopios, mientras las
maestras
recitarían "La morsa y el carpintero" o por lo
menus algo de Guido y
Spano, por ejemplo la versión al alemán
de la Nenia, que empieza:
¿Por
qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una
especie de "muro de la vergüenza"?
En el momento de ponerse a trabajar
en un cuento o una novela el escritor típico se
calza el cuello duro y se
sube a lo más alto del ropero.
A cuántos conocí que si hubieran escrito
como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de
café o en las
charlas después de un concierto o un match de
box, habrían conseguido
esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo
a las razones deploradas
con lágrimas y folletos por las sociedades de
escritores: snobismo del
público que prefiere a los extranjeros sin mirar
lo que tiene en casa,
alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que
va a llorar hasta
el nene. Hiato egipcio entre una escritura demótica
y otra hierática:
nuestro escriba sentado asume la solemnidad del que habita
en el
Louvre tan pronto le saca la fundita a la Remington,
de entrada se le
adivina el pliegue de la boca, la hamarga hexperiencia
humana asomando
en forma de rictus que, como es notorio, no se cuenta
entre las muecas
que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen
que la seriedad tiene que
ser solemne o no ser; como si Cervantes hubiera sido
solemne, carajo. Descuentan que la seriedad deberá basarse en lo
negativo, lo tremendo,
lo trágico, lo Stavrogin, y que sólo desde
ahí nuestro escritor accederá
(en los dos sentidos del término) a los signos
positivos, a un posible
happy end, a algo que se asemeje un poco más
a esta confusa vida
donde no hay maniqueo que llegue a nada. Asomarse al
gran misterio
con la actitud de un Macedonio se les ocurre a muy pocos;
a los
humoristas les pagan de entrada la etiqueta para distinguirlos
higiénicamente de los escritores serios. Cuando
mis cronopios hicieron
algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna
heminente
hintelectual hexclamó: "¡Qué lástima,
pensar que era un escritor tan serio!" Sólo se acepta el humor en
su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras
suena la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste
para que aprenda. En fin, señora, el humor es all pervading
o no es, como siempre lo supieron
Juan Filloy, Shakespeare y Max Ernst; reducido a sus
propias fuerzas,
solo en la jaulita, dará Three Men on a Boat
pero jamás Sancho en la
ínsula, jamás mi tío Toby, jamás
el velorio del pisador de barro. Le
aclaro entonces que el humor cuya alarmante carencia
deploro en
nuestras tierras reside en la situación física
y metafísica del escritor que
le permite lo que para otros serían errores de
paralaje, por ejemplo ver
las agujas del reloj del comedor en la una y media cuando
apenas son las
doce y veinticinco, y jugar con todo lo que brinca de
esa fluctuante disponibilidad del mundo y sus criaturas, entrar sin esfuerzo
en la ironía,
el understatement, la ruptura de los clisés
idiomáticos que contamina
nuestras mejores prosas tan seguras de que son las doce
y veinticinco
como si las doce y veinticinco tuvieran alguna realidad
fuera de la
convención que las decidió con gran concurso
de cosmógrafos y
pendolistas de Maguncia y de Ginebra. Y esto de los clisés
idiomáticos
no es broma; se puede verificar el predominio de un lenguaje
hierático
en las letras sudamericanas, un lenguaje que en su más
alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces, mientras todo el
resto se agruma en una
prosa que más tiene que ver con la sémola
que con la vida que pretende encarnar. En la Argentina hay índices
de un divertido proceso; por
reacción contra la prosa de los tortugones amoratados,
unos cuantos
escritores más jóvenes se han puesto a
escribir "hablado", y aunque los mejores lo hacen muy bien la mayoría
le ha errado al bochín y se está hundiendo todavía
más que los acrisolados (palabra que éstos colocan
siempre en alguna parte). A mí me parece que no
es con pasar del calor
del crisol al de la cancha de Rácing que haremos
nuestra literatura. Un Roberto Arlt escribía idiomáticamente
mal porque no estaba equipado
para hacerlo de otra manera; pero tener una cultura de
primera fuerza
como suelen tenerla los argentinos y caer en una escritura
de pizzería
me parece a lo sumo una reacción de chiquilín
que se decreta comunista porque el papá es socio del Club del Progreso.
Man Ray, Autoportrait
El autor se refiere respectivamente a
Don Quijote de la Mancha, a Tristam Shandy y a Adán Buenosayres