Alejandra Pizarnik
La Condesa Sangrienta
Continúo
con el tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a
esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho
de que padecía el
mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color invariable
rige al melancólico: su interior es un espacio
de color de luto; nada pasa allí,
nadie pasa. Es una escena sin decorados
donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por
esa incercia. Ëste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier
tentativa fracasa como
hubiera fracasado Teseo si , además de ser él
mismo, hubiese sido,
también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría
exigido matarse. Pero
hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo,
por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos
y de espejos que es
el alma melancólica. Y más aún:
hasta pueden iluminar ese recinto
enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música
con figuras
de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente.
Luego,
cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar
a la inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio
de comparación gratuito. Creo que
la melancolía es, en suma, un problema musical:
una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un
ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de
gota de agua cayendo de
tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado
desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya
"la farsa que todos
tenemos que representar". Pero por un instante -sea por
una música
salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima
violencia-, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo
llega a acordarse con el del mundo
externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente
dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.
Al melancólico
el tiempo se le manifiesta como suspensión del
transcurrir -en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud
evoca el crecimiento de las uñas de los muertos- que precede y continúa
a la
violencia fatalmente efímera. Entre dos silencios
o dos muertes, la
prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de variadas formas
que van
de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y
aun al crimen. Y
pienso en Erzébet Báthory y en sus noches
cuyo ritmo medían los gritos
de las adolescentes. El libro que
comento en estas notas lleva un retrato
de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece
a la alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados.
Quiero recordar, además,
que en su época una melancólica significaba
una poseída por el demonio.