Nicolás Suescún
Oniromanía
Yo mismo le
puse las esposas y lo conduje al calabozo. Es una celda
pequeña donde la luz del sol entra por una docena
de agujeros perforados
en la puerta de metal.
Cuando la cerré,
le dije: "Aquí te quedarás hasta que el juez decida
tu destino.
Pero yo sabía
que ningún juez tenía el asunto en sus manos. Que yo
era su juez y que no había acusación ni
expediente. Que todo era una venganza urdida por mí, pero no contra
él, mi mejor amigo, que nunca
me había hecho daño, sino contra todos
los hombres. Él era la humanidad.
Y yo la condené a cadena perpetua.
Era experto
en la forma de salvarse de las arenas movedizas. No manotear. No levantar
las piernas. No hundirse. Flotar. Más densas que
el agua, no admiten ninguna clase de lucha, ni el menor
asomo de rebelión.
El pánico es el peor enemigo
en la batalla, en esos engañosos sifones es la muerte segura. Ahora
bien, ¿cómo reconocerlas? Nada que hacer. No se puede.
Ni él mismo, salvado de innumerables marismas, puede
aún saber
si el terreno que tiene ante sí,
en sus recorridos por selvas y desiertos, es
otra traidora trampa de la madre tierra. Por eso había
que caminar con
suma prudencia, casi en la punta de los pies, o mejor
aún, llevar consigo
una larga caña para tantear
el suelo. De lo contrario, si no se camina con sigilo, si
no se detecta a tiempo la zona peligrosa, puede uno hundir
demasiado el pie, llevando hacia el fondo la pierna correspondiente,
y la
otra también, haciendo así imposible que
uno dé vueltas en la superficie, horizontalmente, muy despacio,
única manera de salvarse del asfixiante abrazo. Hay que convertirse
en una plancha de madera liviana, dejando,
si posible, de respirar hasta llegar
a tocar algo sólido, momento en el que
uno tiene que pedir ayuda, porque el mayor problema de
las arenas movedizas, formadas por fuentes de aguas subterráneas,
es que no
perdonan a quien trate de salvarse por sí mismo,
sólo con su cuerpo.